Picadura Negra
¿Por qué escribir sobre el tabaco hoy, cuando encender un cigarrillo es un acto políticamente incorrecto? Hay un ejercicio hermenéutico valioso en esto de hablar del tabaco, siempre que lo entendamos como un servicio a la supervivencia de una cultura. Todas las mitologías americanas que hablan de su origen nos salen al encuentro, su historia de cerca de ocho mil años impone razones, su llegada al mundo occidental, su presencia constante en ese otro mundo que es la literatura, legitiman el intento. Mis pequeños recuerdos también.
Estos días repiten, como sucede en los cuentos del eterno retorno, la imagen de un Rodrigo de Jerez encarcelado por haber sucumbido a los placeres del tabaco. El Santo Oficio, allá en la España descubridora, consideró que echar humo por la boca era acto del demonio, y Rodrigo purgó culpa durante siete años por repetir hábitos indígenas; ese primer mártir pudo haber alegado "soy legión, porque somos muchos” (Mc. 5, 9) a manera de una respuesta premonitoria, pues el humo de las Américas no detuvo su marcha y llegó a todas las tierras, y ahora es demonizado.
Dios, los hombres y el tabaco no siempre han estado reñidos. En otro tiempo la hoja era un atributo de dios, su representante en la tierra, para los mayas del Yucatán las estrellas fugaces eran las cenizas de sus enormes cigarros y las nubes eran los pitillos que se fumaba el dios de la lluvia. El tabaco era puerta, planta que nos mantenía en permanente contacto con el mundo invisible. “El humo le lleva mis palabras al dios”, decía un huichol que conocí en Jalisco, sentado junto al fuego fumaba Faros y hablaba de las pezuñas de los venados. Yo fumé Faros ese día, mientras observaba a las mujeres beber tejuino.
El cigarro fue una pública declaración de principios para George Sand y Lola Montez, una manera de alterar el orden social por la simple oposición de ser mujer y fumar en la escandalizada mitad del siglo XIX. Fumar fue para Jean Paul Sartre, tanto como para su personaje Antoine Roquentin, uno de los reductos que ofrecían tregua en el agotador esfuerzo de improvisación dentro de este escenario que es el mundo. Y un Buñuel ya viejo confesaba que, si el diablo le ofreciera restablecerle su virilidad, él rechazaría la oferta y pediría a cambio que le fortaleciera los pulmones, para poder seguir fumando.
Mi cohabitar con el tabaco me ha obsequiado momentos más prosaicos, pero valiosos para mi memoria geográfica. En Sevilla me acompañaron los Ducados, que me mantenían atenta junto al río Guadalquivir, en una tarde sin turistas, con el puente Triana imponiéndose a la distracción del humo. En Sidi Bou Saïd, una pequeña ciudad morisca de Túnez, embobada con la visión de las aguas de Cartago compartí el tabaco frutal de una cashimba. En los días alterados de la mexicana Guadalajara podía apoyarme en los Pacífico sin filtro. Y junto a la tumba de Jean Genet, en el cementerio marroquí y cristiano de Larache, los cigarrillos franceses Gitanes luchaban por hacerme recordar aquellos versos suyos de "El condenado a muerte": No hemos acabado aún de hablarnos de amor. No hemos acabado aún de fumar nuestros gitanes.
A mi habitación no llega la persecución de las leyendas “no fumar”, allí puedo leer sin sentimientos de culpa a Mallarmé y a Leopoldo María Panero, ambos fumadores empedernidos encontraron en el tabaco una metáfora iluminadora de ese material del que estamos hechos:
Toda el alma resumida
Cuando lenta la expiramos
En varias anillas de humo
Abolidas en otras anillas de humo
Testimonia algún cigarro
Ardiendo sabiamente a poco
Que la ceniza se separe
De su claro beso de fuego
[Homenaje (a Chevannes), Mallarmé]
Yo soy sólo entre colillas,
soy la ceniza del poema en el que no creo, soy la ceniza del verso y del poema,
soy el que vive sin tener ya sentido,
"celui qui vivrá n'ayant aucun sens", como dice una profecía de Nostradamus, labio: soy la ceniza del quise ser apagado como una colilla sobre el cenicero , (...)
[Prueba de vida, Lepoldo M. Panero]
El cigarro no está prohibido en la literatura, allí sigue siendo puerta, planta que habla y enseña. Su destierro de las letras hubiera tenido desastrosas consecuencias, la gran pérdida que nunca ocurrió es la maravillosa Tabacaria de Fernando Pessoa. La vida de renuncia de Pessoa tenía pocos vicios, cuatro cajetillas de tabaco al día entre ellos. En la Tabaquería la ontología acude al llamado del cigarro, un hombre dividido entre todos los sueños que nacen en su buhardilla y la lealtad que le debe a la fáctica tabaquería del otro lado de la calle, lo real, finalmente, es el humo que encarna nuestra condición inestable. El fracaso, el sentimiento de ser extranjero, junto con todas las otras meditaciones se (es)fuman, liberadas en la exhalación :
Pero un hombre entra en la Tabaquería (¿para comprar tabaco?)
Y la realidad plausible cae de repente sobre mí.
Me paro, enérgico, convencido, humano
Y voy a tratar de escribir estos versos en los que digo lo contrario.
Prendo un cigarrillo al pensar escribirlos
Y saboreo en el cigarrillo la liberación de todo pensamiento.
Sigo el humo como un camino inexorable,
Y gozo, en un momento sensitivo y eficaz,
Por la liberación de todas las especulaciones
Y por la certeza de que la metafísica es una consecuencia de sentirse enfermo.
Después me echo hacia atrás en esta silla
Y sigo fumando.
Y mientras el destino me lo permita, seguiré fumando.
[Tabaquería, fragmento]
El tabaco como otra boya más en el mar anárquico de mis evocaciones: conocía el vicio de Pessoa cuando visité Lisboa, y debí comprar en un estanco una cajetilla de Português Suave. En honor a un disfrute íntimo -a manera de un ritual inventado- caminé desde su casa en la calle Coelho da Rocha hasta el Bairro Alto con un pitillo entre las manos, y ese recorrido fue tan conmovedor como lo fue acariciar a escondidas el viejo escritorio de Pessoa conservado en su habitación.
La fiebre antitabaco no puede trastocar estas cenizas, están conmigo, estarán también con otros, como el mismo exfumador Vargas Llosa lo admitía. Ignoro cuántos oscuros intereses existen en torno a una cajetilla de cigarros, sé en contraparte que el deber del Estado es advertirnos de los peligros del tabaco obligando a las tabacaleras a ser transparentes en el contenido de cada pitillo, ser ojo centinela contra la explotación de los jornaleros en las plantaciones, atizar la conciencia civil para respetar zonas libres de humo y no imponer nuestras bocanadas a los no fumadores ni a los niños. No obstante, la elección de nosotros mismos, fumando, es un ejercicio de nuestra libertad. El Estado está obligado a permitir que sus ciudadanos elijan aquello que es bueno y, también ¿por qué no?, aquello que es malo para su propia salud. Cuando no estemos en condiciones de elegir, entonces seremos pequeñas naranjas mecánicas sin pitillera y todos los fumadores ínclitos, nuestros volcanes, mucha historia y sustancia cultural entrarán al Índice, a la lista negra de lo censurable. Por no mencionar un problemilla personal, que mi memoria geográfica quedará tronchada.
*Texto publicado en el finado suplemento cultural Trópico de Cáncer del diario El Sol de Zacatecas. Una versión abreviada apareció también en el suplemento dominical Enfoque del diario Reforma.
Etiquetas: tabaco
2 Comments:
Vaya! Lo has bordado!
Me ha parecido un ensayo excelente, gran ejercicio de estilo e intencionalidad.
No creo que sea necesario decir que estoy de acuerdo contigo -aunque no podría expresarlo con mejores palabras que las tuyas, y repetirlas es ya escribir de más.
Sólo felicitarte por ese estilo, leeré algo más, si no te importa..
Un saludo!
¿Qué lectura podrá tener este ensayo, en este 2008, en que en México entró en vigo la llamada - Ley Antitabaco - ?
Muy buena la relación tabaco+literatura, a mi me remite mucho a Bukowski.
Buen trabajo.
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