Wallraff, el infiltrado
El domingo, a las 8.30 de la mañana (un horario muy alemán para nuestros cuerpos mexicanos), estábamos citados para desayunar con Günter Wallraff gracias a la mediación del Instituto Goethe.
Mi carácter excitable había hecho ya estragos con mi mandíbula desde días antes (apretaba los dientes mientras leía Cabeza de turco, los apretaba mientras tomaba notas de El periodista indeseable -"Durante 8 horas he sido uno de los mecanismos de la cadena, ahora quiero volver a ser un hombre"- mientras imaginaba que alguien reconocería mi condición de infiltrada -mi título claramente lo dice: fi-lo-so-fí-a).
Pero finalmente allí estábamos, un petit comité que, entre chilaquiles y frijoles, escuchamos a Wallraff contar algunas de sus 'travesuras'. Respondía a todas nuestras preguntas y daba lecciones de modestia sin saberlo. He aquí a un hombre que se preparó durante 10 años para encarnar, lo más fielmente posible, a un turco inmigrante. He aquí a un hombre cuya obra ha vendido más de 5 millones de ejemplares y ha sido traducida a más de 30 idiomas, y no se conduce como una celebridad (¿será su condición de monje periodista?) ni habla como si estuviera sentando cátedra.
Un hombre delgado, ágil, lleno de esa cosa llamada consciencia social y de ganas de seguir haciendo lo que mejor sabe: quitar máscaras (aunque para conseguirlo tenga que ponerse una, método que muchos critican, quizá por envidia).
Van las líneas que redacté para el portal, sin que las hayan publicado aún:
Si el periodismo encubierto tuviera que definirse con dos palabras, estas serían "Günter Wallraff", el nombre de pila del periodista alemán que se inventa múltiples alias para infiltrarse, literalmente, en el engranaje de la máquina que investiga.
La máquina puede ser una fábrica, una cadena de supermercados, una planta automotriz, la redacción de un diario o un call center, estructuras que Wallraff disecciona desde su interior para desvelar las precarias condiciones laborales de los empleados, las vejaciones e injusticias, la discriminación, la explotación o la mentira.
Este "periodista indeseable" está en México, visitando en esta ocasión la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara. Sus libros, por lo demás, no necesitan publicitarse, son ya textos clásicos del periodismo de investigación, siendo Cabeza de turco quizá el más representativo.
La FIL está llena de periodistas, pero pocos como Wallraff, dispuesto a dejar su propia identidad para asumir la voz de los otros, de los más vulnerables. "Si pudiera hablar español, viviría en México el resto de mi vida" afirma, azuzado por la realidad de un país donde los sectores vulnerables tienen contadas voces que narren sus cuitas.
A sus 66 años y tras todo lo vivido (enjuiciado innumerables veces por las revelaciones de sus investigaciones, encarcelado y torturado en la Grecia de Gizikis y expulsado de Moscú por su interés en las violaciones de los derechos humanos en Chechenia, retado por problemas de salud) su capacidad de indignación sigue intacta. "Se trata de un sentido de responsabilidad, pero también lo que hago me divierte, es divertido desenmascarar a los poderosos" explica Wallraff.
En el fondo, se intuye que lo que mueve a este praedicator veridicus es la romántica creencia de que el periodismo puede servir como arma para cambiar al mundo. La creencia deja de ser romántica cuando, efectivamente, la opinión pública comienza a exigir cuentas gracias a la publicación de sus investigaciones, nunca basadas en el "se dice", sino recogidas de primera mano.
"Cuando trabajo y me expreso en tanto que periodista y escritor, jamás lo hago de oídas, de segunda mano (...) el que vive y siente algo en su propia carne saca sus conclusiones mucho más rápidas y decisivas que si solamente ha escuchado o leído algunas informaciones a ese respecto", se lee en su obra El periodista indeseable.
La humildad le impide ver que quedan pocos como él, periodistas armados de sensibilidad social, atentos a la desigualdad imperante y dispuestos a infiltrarse en los mecanismos del engranaje para denunciarla. Es un hombre sencillo, con un talante que recuerda al de un misionero. Quizá por eso no nos sorprende que, en su época de juventud, considerara recluirse del mundo en un monasterio.
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