Noviembre
El anual ejercicio catártico del día de muertos ha empezado esta mañana. Lejos ya del calendario agrícola prehispánico que marcaba la fiesta de la cosecha, donde la abundancia era compartida hasta con los difuntos, la tradición actual tiene más que ver con el conjuro de la muerte más poderosa: la del olvido. Recordar es la consigna en estos días.
Pero el mexicano no evoca con solemnidad, enfrenta a la muerte de una manera muy querendona, la vive de cerca y la conoce íntimamente. Los sucesos cotidianos que los noticieros presentan parecen respaldar aquella creencia –anunciada en el Laberinto de la Soledad- de que el mexicano y la muerte van siempre juntos, de la mano, mezclándose y dirigiéndose hacia destinos comunes aunque intermitentes. ¿Jugamos con la muerte? Un poco, la ironía y la burla nos ayudan a soportar ese sentimiento tan nacional de indiferencia ante la vida, de desprecio.
Nada de mórbido ni de macabro tienen las visitas a los panteones, es más bien una celebración, sobre todo de los sentidos. Agasajo para todos, los que están y los que se fueron. Hoy me dirigí muy temprano al cementerio Mezquitán, antes de que los visitantes colapsaran las pequeñas arterias de la necrópolis. Toda la avenida estaba cuajada de camiones con flores y de vendedores. Me llevé la camarita digital, tomé unas decenas de fotos venciendo la vergüenza que me da siempre que disparo a traición. Volví a casa más alegre por, perdonen el alarde, tener aún tiempo de evitar esa muerte tan tremenda que supone el olvido, intentaré que alguien en algún lugar me recuerde. Ahora desayuno un vaso de leche y un pan de muerto, una ofrenda que me hago a mí misma.
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