7.12.06

Gerundina

Para un forastero es difícil describir una tierra, desde el desconocimiento sólo cabe hablar de emociones. No sé nada de música pero puedo sentirla, sobre todo cuando pongo entre paréntesis mi oscurantismo sonoro cada vez que entro en comunión con una melodía revelada y reveladora. El cuarto cielo (el lugar del sol en el sistema tolemaico) se abrió fugazmente en la medianoche del 30 de noviembre, cuando la Cambayá Blues Reunión apareció en Zapopan (Jalisco) alumbrando el sombrío teatro Cavaret.
La Cambayá (homónima del sello discográfico que la consolida: Cambayá Records, una casa andaluza enamorada del blues) es el nombre bajo el cual se unen Mingo & The Blues Intruders: Mingo Balaguer (armónica de fraseo apasionado), Fernando Torres (bajo), Juan de la Oliva (batería), Álvaro Gandul (teclados) y Quique Bonal (guitarra) junto a cuatro pares de manos iridiscentes: Raimundo Amador, Lolo Ortega, Francisco Simón y Charlie Cepeda.
Estos cuatro guitarristas y la banda de Mingo me trajeron a la mente la palabra “hierofanía”, una mansa manifestación de lo sagrado que convertía el secular teatro en un espacio diferente, transformado tras la irrupción de los tlatoanis. No puedo ahondar en la calidad musical de la sesión, soy una advenediza e ignorante en esas artes, pero queda dicho que disfruté como un niño que lee a Verne por primera vez. La Cambayá consiguió sanar –déjame dramatizar, amigo lector- a la manera de un Pitágoras en Amasya, las heridas que arrastraba desde hace semanas, reafirmándome con ello el poder incalculable de la música.
Más que la abundancia de posibilidades sonoras me sometió la sobreabundancia de corazón, lo que une a estos músicos no es sólo la complicidad en el escenario, sino la calidad humana. Compartir con ellos una cerveza, con la vergüenza mía del no saber y la humildad suya de saber mucho; escucharlos reír, charlar, echar de menos su tierra y sus familias, responder a sus preguntas en torno a México, también ellos como niños, admirándose a pesar de tanto mundo recorrido. La sonrisa afable de Mingo, la timidez de Quique Bonal, los vivaces ojos de Álvaro Gandul, la Huelva de Fernando Torres, la sencillez de Juan de la Oliva, el eléctrico desparpajo de Lolo Ortega…y el enorme caudal de alegría y sosiego que gotea Raimundo Amador, ésa es la sinfonía auténtica.
Luis Clemente -periodista y crítico musical, pero sobre todo buenísima persona- los acompañaba y me ayudó, con sus vastos conocimientos colocados furtivamente en su conversación, a comprender lo memorable que resultaría para mí departir con estos cometas de paso, como todos los cometas. Emilio, que conoce bien la música española, no necesitó de propedéuticos, estaba al tanto de la magnitud del regalo que nos trajo Antonio Navarro (productor de Cambayá Records): “Gracias, Navi navegante”.
Le pedí a Raimundo Amador que se quedara en México, comparamos nuestra piel, morena y mestiza, “si hasta pareces mexicano”. Me habló de su abuelo, yo le hablé de mis vacas, en ese momento me di cuenta de sus ojos de vaca, nostálgicos del campo. (Le debo una caja de chocolates Almonris, tanto que le gusta el dulce). Durante el concierto su guitarra se agrietaba como una deidad parturienta, la oquedad vigilada por seis cuerdas derramaba espíritu. Me quedo con la guitarra de Raimundo, cuya elocuencia supera la retórica de muchos prosistas, la oración de muchos oficiantes.
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