5.5.07

El mundo laboral

Quisiera echar mano a mi edificante ejemplar “El derecho a la pereza” de Paul Laforgue. Este libro fue obsequio, paradójicamente, de uno de los hedonistas más tristemente alienados por el capital, mi amigo J.

Quisiera, digo, tener cerca el librito y gastar un par de horas arrullándome con él, convenciéndome de que estas ganas monstruosas de ocio absoluto son naturales, más aún, connaturales. Y que tenemos derecho (justo y legítimo, pues, exigirlo) a la pereza.

Pero el libro está en una de las tres estanterías –sería presuntuoso llamarlas “bibliotecas”- repartidas acá y allá del mar. (Por cierto, en el ejercicio de nuestro derecho a la cultura, los gobiernos deberían exigirle a las aerolíneas no considerar los libros como equipaje, sino como extensiones físicas del pasajero). Así que no puedo acceder al dulce consuelo que da Laforgue.

Laforgue, por lo demás, era yerno de Marx. Y mientras el segundo intentaba desentrañar las misteriosas y viciadas relaciones entre el capital, el trabajo y el hombre, el yerno redactaba una refutación al “derecho al trabajo” que apostaba por una cultura del ocio, un humanismo encaminado a la revaloración de las máquinas como las verdaderas salvadoras del trabajo sórdido y monótono, diosas metálicas que le dan al hombre tiempo para el ocio y libertad.

En fin, lo que me mantiene alejada de este mundo virtual es ese otro mundo más allá del horizonte, el mundo de los ingresos y los gastos, de las facturas y los pagos. No puedo atenerme al café y al cigarrillo, necesito más monedas para la leche, el internet, la luz, el gas… Estos meses han sido una peregrinación desgastante hacia el santuario de un sueldo fijo. Tenía toda la intención de enrolarme en las filas de esa sociedad útil, trabajadora, abejada en la feliz tarea de contribuir a la vida del panal.

Pero la sola búsqueda de trabajo también aliena. Toda la tinta de la impresora para currículos, toda la gasolina para repartirlos. La vista amaestrada para detectar ofertas en el periódico (al día de hoy no he dado con ninguna que solicite a un diletante de la filosofía). Entrevistas dantescas (sobre la puerta de las empresas e instituciones podía leer sin que estuviera inscrito “Abandonen toda esperanza, quienes entren aquí”), jornadas intensas por 3 mil pesos (200 euros), horario flexible cuando en realidad es “disponibilidad de horario”, 90% bilingüe pero el mismo sueldo de un telefonista mudo, pagar por ingresar a una bolsa de trabajo, hacer antesala. Realicé presupuestos exhaustivos, asistí a citas en la conchinchina. Nada.

Entretanto, todos los meses, con la inexorabilidad de la luna llena, debo informar a Hacienda, ese laberinto micénico de formas y claves, sobre mis nulos o exiguos ingresos. Es algo así como una combinación modesta de Kafka con Zolá.

Me pregunto si no debería existir un sindicato para los asindicalizados, para todos aquellos que nunca hemos firmado un contrato, una tarjeta del seguro social, una hipoteca, para los que no estamos en el buró de crédito porque nunca hemos calificado para un préstamo. Para los que no entramos en esos tranquilizadores sustantivos de “empleado”, “funcionario”…

Finalmente, tras cansada travesía, amarré la nave en un puerto discreto: buscar equivalencias en el desvencijado baúl de las palabras (dócil labor de traductor traidor) y convencer a un grupo de muchachos, a eso de las 10 de la noche, de que vale la pena mantenerse despiertos para escuchar a Ortega y Gasset. Hoy, por ejemplo, les endulcé la lectura de Sartre con un poco de chocolate. Quizá, cuando estos estrenados universitarios piensen en aquello de “Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre” no se les quemen las entrañas.