6.5.06

La retórica del deseo

Tanto el sexo ejercido como literatura,
como la escritura ejercida como erotismo
son fuente de conocimiento. (Bataille)


Eros inicia su historia en el mundo como hijo del Caos, desde entonces la teogonía de Hesíodo le instituye un destino convulso. Nacido del vacío originario, Eros se muestra rebelde y osado ante las palabras, por un lado le adula la incapacidad del lenguaje para nombrarlo y delimitar su desorden y, por el otro, le atrae su poder conductor: el erotismo se manifiesta en el lenguaje como el magnetismo se manifiesta en la piedra amante. Así, hablar sobre el erotismo es peligroso, hablar de erotismo es ya un acto erótico. Incluso hablar sobre lo que otros hablan, ejercitando un metadiscurso aséptico, no protege de la carga semántica de las palabras. Aquí es casi imposible mencionar las palabras sin usarlas.

Hay dos nombres que vienen a nuestro encuentro cuando ensayamos la pregunta qué es el erotismo: Georges Bataille y Octavio Paz. Encontré a través de un extraño mestizaje entre ambos la definición –si aceptamos que el erotismo puede definirse- que más me satisfizo. Para Bataille la operación del erotismo implica la aniquilación de los participantes, alcanzar al ser del otro en lo más íntimo hasta el punto del desfallecimiento, la muerte. Para Paz el erotismo es sexualidad transfigurada: metáfora. El principio de Bataille, la destrucción de la estructura de ser cerrado que somos, es también el principio de la metáfora, es decir, la destrucción de la estructura de ser cerrado que es la palabra. En la metáfora los dos elementos que se funden para dar lugar a un nuevo significado han de inmolarse, en la fusión su presencia es ausencia, los dos términos en tensión desaparecen para dar lugar a un tercero, se ausentan mientras se mantienen activos en una sola palabra, pero no son esa palabra. Los participantes en la tensión erótica también se ausentan; como la metáfora, el erotismo lleva a la indistinción, a la confusión de objetos distintos. Más aún, la metáfora lleva al mismo punto que todas las formas del erotismo.

Si la metáfora es raíz de todo lenguaje, toda vez que al nombrar se está en la metáfora (esto es, se está trasladando un elemento real –referente- a uno imaginario –signo-) luego el poder de la palabra y la alquimia erótica están íntimamente relacionados. Pues el placer del cuerpo es fundamentalmente el placer de narrarlo para descubrirnos cómo el verbo se hace carne. En este preciso lugar aparece un tercer nombre: Roland Barthes, el francés que restituye a la erótica su categoría lingüística, el francés que devuelve al texto su originaria carnalidad: “sin deseo no hay escritura”, y al hacerlo devuelve al cuerpo su originaria lingüisticidad. Este tercer nombre viene a decirnos algo que hace que miremos con nuevos y recelosos ojos todos los libros y diccionarios de nuestra estantería: el lenguaje es el que soporta la función erótica, de tal forma que el placer del lenguaje es de la misma naturaleza y calidad que el placer erótico, y ese placer del lenguaje constituye su verdad. Toda la literatura erótica sería la materialización más evidente (existen otras menos obvias) de esta revelación.

Barthes nos enseña la otra cara de una moneda ya conocida, del cuerpo como lugar de escritura (se escribe acerca de él y sobre él, sabemos que toda la piel es preposicional) nos lleva al texto como lugar de placer, fuente de interminable hedonismo. Hay una doble erotización del texto, la primera incluye el proceso de escritura, donde el que escribe ve al texto/cuerpo poblarse de marcas significantes, haciendo hablar a la piel dormida

El lenguaje es una piel: yo froto mi piel contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo...toda una actividad discursiva viene a realzar discretamente, indirectamente, un significado único, que es “yo te deseo”... envuelvo al otro en mis palabras... (Fragmentos de un discurso amoroso)

La segunda erotización corresponde al proceso de lectura, de manera que el texto deja de ser una estructura para convertirse en cuerpo y la mirada del lector es la mirada del amante (es secreto a voces que la literatura erótica está concebida para un lector solitario), recorremos, miramos, tocamos el texto.

El texto es un objeto fetiche y ese fetiche me desea. (El placer del texto)

El lector se deleita en la exuberante retórica del texto, empapada en distintos niveles de significado; el objeto ya no es el cuerpo, sino la representación lingüística del deseo. El lector adopta una actitud de voyeur llevado de la mano por el autor, una perfecta tríada –autor/texto/lector- cómplice.

Esta unión entre lenguaje y erotismo no es el capricho de un estructuralismo lúbrico e incontinente, es la manifestación de una realidad ruidosa: el erotismo, como el lenguaje, es exclusivamente humano. Ambos están condicionados por el carácter histórico de su existencia, cada revolución del lenguaje lleva consigo una revolución del cuerpo, del erotismo. No hay sociedad sin ritos ni prácticas eróticas, ni la hay sin lenguaje; el erotismo es fuerza social, tensión del espíritu, como bien dice Bataille, el erotismo difiere de la sexualidad precisamente en que moviliza la vida interior del hombre.

Es este movimiento el que conduce a la erotología, empuja a Miller a escribir sus Trópicos, crea el Cantar de los Cantares de Salomón, de él nace el Banquete de Platón, la poesía de Catulo y de Safo, las cartas de Heloísa, provoca a Verlaine, a Baudelaire, a Apollinaire, a Blake y a Neruda, este movimiento es la razón de cada uno de los siete tomos que contiene la Enciclopedia del Erotismo de Cela, es en fin, el origen de muchas maneras de decir lo indecible.

En la erotología es aventurado explicitar preferencias si atendemos bien a las palabras de Boris Vian: “la literatura erótica no existe más que en el espíritu del erotómano”; me veo abocado a la abstinencia en la imposición de gustos, mi elección depende únicamente de mi interioridad, lo erótico depende del estado del espíritu del individuo. Así, las coincidencias en la elección del objeto externo de nuestro deseo (desde Rita Hayworth a la Dánae de Gustav Klimt, desde la narrativa de Sade a Ibn Hazm de Córdoba) no significa que el objeto – acción, persona, texto, film, fotografía, fetiche, etc.- posea un valor erótico por sí mismo, sino que encarna de manera ideal nuestros deseos internos. Es cosa sabida, por ejemplo, que el erotismo de la literatura árabe se debe más al lector occidental que a la propia Scherezade; y que buena parte de lo catalogado como literatura erótica puede convertirse con el tiempo y la hermenéutica en otra cosa.

Me gustaría, no obstante, practicar cierto regionalismo y mencionar tres nombres de la poesía mexicana que bien pueden hacernos coincidir en la elección de su texto como objeto fetiche:

David Huerta, quien erotiza las palabras transformando el yo en lenguaje, y es entonces el lenguaje el que recrea mediante sus cambios sintácticos los momentos de tensión y relajación, de grito y gemido que se producen en el encuentro amoroso

En la noche del cuerpo se preparanlos alimentos de Dios,la cena carmesí de los esclavos, el místico bocadode los turbios amantes
(La noche del cuerpo)


Efrén Rebolledo, quien a juicio de Xavier Villaurrutia ha escrito los mejores poemas de amor sexual de la poesía mexicana, incansable en la labor de explorar la fusión entre amante y naturaleza a manera de una geografía del cuerpo

Ancas de cebra, escorzos de serpiente,
combas rotundas, senos colombinos,
una lumbre los labios purpurinos,
y las dos cabelleras un torrente.
en el vivo combate, los pezones
que se embisten, parecen dos pitones
trabados en eróticas pendencias
(El beso de Safo)

Ramón López Velarde, el poeta del erotismo y de la muerte, quien nada podía sentir “sino a través de la mujer. De ahí que a las mismas cuestiones abstractas me llegue con temperamento erótico”, pura sensualidad

Alma, sibila inseparable, ya no sé dónde concluyes tú y dónde comienzo yo (…)

Vale la pena recobrar la sabiduría de estos artífices, descubir con ellos que el cuerpo se hace escritura y, después, a la escucha de Barthes, emprender el camino de vuelta, cuando la escritura se hace cuerpo. Vale la pena volver al principio del lenguaje y del erotismo, la inagotable metáfora.

*Texto publicado en (Sala de ensayo) Letralia, Año X - nº 141.