De bibliotecas
Las homilías de L. H. eran la única razón que me llevaba a misa los domingos, cuando la liturgia aún tenía algo de sentido. Tras las lecturas de los textos bíblicos, crípticos por su naturaleza, el padre H. iniciaba una explicación inaudita: contextualizaba en su historicidad los acontecimientos, ofrecía vívidas descripciones de la geografía de Israel, hacía filología y hermenéutica delante de nuestros ojos. Se desplazaba entre los diferentes horizontes para traernos la comprensión de algo añejo y distante. Fue allí donde por primera vez, cuando niña, aprendí sobre los orígenes del conflicto israelí-palestino, fue allí donde se me reveló el poder de las metáforas y las alegorías. El padre H. hablaba sobre el significado del “olivo” en los diferentes textos sagrados, sobre las grandes catedrales europeas, sobre las culturas extranjeras. Asistir a misa era asistir a una clase de historia (historia de las religiones, historia del arte, historia de las culturas), a una lección de teología y geografía unidas por el amor a Dios y al mundo.
Cierta vez, en casa, L. H. nos contó que, habiendo recorrido muchas partes del mundo y visitado tantas y tantísimas iglesias y catedrales católicas, descubrió un santuario donde la presencia de lo sagrado era aplastante, donde comunicarte con Dios era mucho más sencillo, un templo que ofrecía la tranquilidad y la atmósfera necesarias para poder escucharlo… curiosamente, se trataba de un templo budista. Así era el padre H., abierto a la escucha de Dios sin prejuicios, sin juzgar si la voz provenía de una piedra, un libro, un paisaje, una catedral o un templo budista.
L. H. falleció en un accidente de coche. Lo echo de menos, creo que sería el único sacerdote al que acudiría hoy, hoy que no hay fe ni liturgia que me muevan a objetar el argumento de Ivan Karamazov de “devolver el billete.”
Hace unos días estuve en la biblioteca del padre, o lo que queda de ella. Pude hojear sus libros (la mayoría de sus años estudiantiles), fechados en París, en Bruselas, en México. Algunos estaban subrayados, con notas al margen, con pequeños boletitos del metro parisino intercalados en sus páginas, con folios de cuaderno explicando o citando algún pasaje. Libros en latín, en griego, en francés, en italiano, en español, en inglés… el padre era políglota. Tenía a Karl Rahner, pero también tenía a Borges y a Shakespeare. Ahora estoy a la espera, unas manos generosas me han prometido entregarme algunos de estos libros. Será un obsequio valioso, inmerecido, infinitamente agradecido.