Duquesa Roja
Sanlúcar de Barrameda significó un año de intensos descubrimientos, de alguna manera estar allí me hacía sentir cerca de América, de allí partió Colón en su tercer viaje y Magallanes en su primer viaje de circunnavegación. Su puerto fue, en algún momento, una vena que comunicaba a ambos continentes.
En Sanlúcar viví, por primera vez, junto a un río. Y no cualquier río, sino ese que muere en la gran boca del Atlántico, el que va “corriendo al mar entre vergeles” -como diría Antonio Machado-: el Guadalquivir. A lo lejos, el parque de Doñana, una de las reservas naturales más importantes de Europa, se quedó siempre como una promesa, un deseo metido en el cuerpo, nunca crucé en barca, nunca busqué las ruinas del templo fenicio dedicado a Astarté (que apoya la teoría de que Sanlúcar es ese Luciferi Fanum mencionado por el griego Estrabón). Sanlúcar inició mi virgen paladar a un fruto bivalvo que desconocía: las coquinas.
También descubrí un cafecito idílico, su calefacción en el invierno y sus frescos muros en los duros veranos andaluces eran una invitación al visitante pobre: por un par de euros podía pasar la tarde allí, clavada en un cómodo sillón y con una pequeña biblioteca abierta al lector ocasional. La cafetería, la casa palacio donde ésta estaba, los libros y casi toda la historia antigua de Sanlúcar le pertenecían a alguien: Luisa Isabel Álvarez de Toledo, duquesa de Medina Sidonia.
Usar aquí el verbo “pertenecer” es lo más cercano y a la vez lo más contradictorio que pueda decirse de la duquesa. Su casa era propiedad de todos, no sólo abría sus puertas a los que, como yo, buscábamos un lugar tranquilo y un café. Abría su casa a cualquiera que quisiera pasear por sus viejos pasillos, husmear las antigüedades. Sus salones principales alojaban a estudiantes y académicos que se daban cita allí una vez al año para realizar cursos (la UNED me sedujo entonces con un curso titulado “Claves del pensamiento europeo contemporáneo”). Y, lo más importante, abría el archivo de la casa ducal (el archivo privado más importante de Europa) a todo amante de la historia. Reacia a dejar ese histórico acervo en manos gubernamentales o de instituciones elitistas, lo dirigió siempre bajo un principio, el de la generosidad. Ella y el archivo estaban al alcance de cualquiera.
Me gustaba verla por allí, delgada y fumadora, paseando sus años, sus conocimientos y su rebeldía: a pesar de su origen aristocrático su vida estuvo marcada por ideales republicanos, y su lucha antifranquista y la defensa de los campesinos tras el accidente nuclear de Palomares le valió la cárcel en los 60s. La publicación de su novela “La Huelga” la expuso a otro proceso bajo un juzgado militar. Su alias es más elocuente que cualquier dato: La Duquesa Roja.
Nada de ese pasado, que hubiera enorgullecido a cualquier librepensador y a tantos y tantos socialistas que hoy se cuelgan medallas, se reflejaba en su trato. Era amable, tímida y, sobre todo, humilde. Nunca la escuché hablar de sí misma, pero sí de las mentiras que el mundo daba por ciertas, rechazaba las historias oficiales y los mitos históricos. Quizá me aventure mucho en decir esto, pero creo que le gustaba la reacción perpleja de las personas cuando soltaba algún dato que contradecía una verdad asumida como absoluta. Tenía vocación de azuzadora, en el mejor sentido socrático.
Me parecía que irritaba a la nobleza tanto como a los círculos de historiadores, por su vida y sus afirmaciones controvertidas. Sin embargo, esa misma condición de marginalidad le concedía un status diferente, una libertad sin límites.
Esta mujer estudiosa, crítica y contestataria murió hace unas semanas. En su féretro yacía, según leí, con un libro entre las manos: “Obras Completas de Manuel y Antonio Machado”. Así, acompañada por dos amantes del Guadalquivir, se despidió la duquesa de Medina Sidonia, princesa de Montalbán, marquesa de Villafranca del Bierzo, marquesa de Los Vélez, tres veces grande de España, tres veces grande de España, tres veces grande de España.