31.5.07

Asterión


Amanecí con hambre de Minotauro, con hambre de laberinto.

La historia de este monstruo biforme siempre ofrece compañía (¿consuelo?) a todo aquel asaetado por la conciencia de dualidad. La sola posibilidad de su existencia seduce, no sólo en el plano estético, porque revela la existencia fáctica de laberintos.

De acuerdo a la narración de Ovidio, este ser mitad hombre mitad toro fue encerrado en una “múltiple casa de ciegos techos” (Metamorfosis, Libro VIII 155), en una construcción falaz ideada por Dédalo, ese gran artesano de engaños. Y allí permaneció, custodiado por muros, personificando el tributo injusto que Atenas pagaba a Creta.

Su laberíntico hogar, una isla dentro de una isla, estaba en Knossos. Eso cuenta la leyenda minoica. La leyenda ha sido enriquecida a lo largo de los siglos, lo que indica que el Minotauro sigue vivo.

Borges, al que invariablemente hay que acudir como a un clásico griego, escribió una variación del mito, y desveló una actitud que pocos supieron ver en el minotauro: el agotamiento que produce tanta conciencia. Años de soledad y meditación para conocerse y conocer el mundo y, a pesar de toda esa sabiduría -o quizá por ella-, querer, esperar, desear la llegada de su redentor.

"Redentor", ese sustantivo tan cristiano elegido por Borges finalmente contradice lo que Asterión afirma: "no soy un prisionero", pero sólo se redime al prisionero, sólo se rescata al cautivo, sólo se libera al encerrado. Redimir es también poner término al dolor, luego Asterión sufría.


Borges nos obsequia un Asterión orgulloso de su naturaleza, portador de una dignidad profundísima que le impide quejarse; por el contrario, en los breves párrafos su voz se dirige una y otra vez a sí mismo con palabras que engrandecen: "soy único". "no en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo", "quizá yo he creado las estrellas y el sol...", pero en las líneas finales la bestia se permite una concesión, admite que la soledad le duele. Asterión, hijo de reina, único en verdad, hijo de toro, deseaba morir. Muy diferente al Minotauro de Ovidio que atemorizaba a los hombres, al Asterión de Borges le atemorizan los hombres, es el tránsito de victimario a víctima.

Los tres adjetivos de los que reniega al inicio de su monólogo: soberbia, misantropía y locura, denotan tres circunstancias que no eligió: ser único, estar excluído del mundo y vivir dentro de un laberinto. Asterión no eligió ser un cuerpo de hombre con cabeza de toro, la monstruosidad de su aspecto sólo es superada por la monstruosidad de su destierro.

Borges tuvo la sensibilidad de ahondar en un Asterión víctima voluntaria de su destino, distraído con juegos de niño, inventando conversaciones imaginarias con su otro yo. Y quizá lo más atroz: desterrado de los libros, sin el consuelo de la lectura, pues su propia naturaleza impaciente le impide aprender a leer. ¿Cabe situación más cruel? Expulsado del mundo, expulsado de su familia -traicionado por su hermana, maldecido por su padre- y de toda compañía humana, expulsado de una vida ordinaria, expulsado del amor y, además, expulsado de la literatura. Imaginar los juegos de Asterión, imaginarlo correr frenéticamente, caer, levantarse, saltar, arrojarse, esconderse, gastar el tiempo hasta la llegada de Teseo, conmueve sobremanera.

Hay otro autor que nos obsequia igualmente un Minotauro dolorido, más humano que todos los hombres sin cabeza de toro: Cortázar. En Los Reyes, el monstruo de Creta también es condenado a sufrir la falta de la palabra (no sólo la palabra escrita que añora el Asterión de Borges), sometido al destierro lingüístico debe fabricarse su propio lenguaje. Como el primer Adán, el Minotauro de Cortázar da nombre por primera vez a las cosas:

“Oh sus dolidos monólogos de palacio, que los guardias escuchaban asombrados sin comprender. Su profundo recitar de repetido oleaje, su gusto por las nomenclaturas celestes y el catálogo de las hierbas. Las comía, pensativo, y después las nombraba con secreta delicia, como si el sabor de los tallos le hubiera revelado el nombre... Alzaba la entera enumeración sagrada de los astros, y con el nacer de un nuevo día parecía olvidarse, como si también en su memoria fuera el alba adelgazando las estrellas. Y a la siguiente noche se complacía en instaurar una nueva nominación, ordenar el espacio sonoro en efímeras constelaciones...”

Esta exclusión del lenguaje de los otros es tan o más dolorosa que la soledad. Si al menos, a través de los muros, alguien pudiera comprender sus lamentos. Quien así habla, quien bien conoce al Minotauro y su poder nominal, es Ariadna. La innovación magistral de Cortázar nos entrega un hilo inexplorado: la hermana, que en las versiones tradicionales traiciona a la bestia, es en Los Reyes el alma más cercana al Minotauro. Ariadna ama al hermano, sus sueños se lo entregan como amante.

El famoso hilo que Ariadna entrega a Teseo, no es aquí símbolo de traición, sino de amor. La hermana espera que el toro asesine a Teseo y utilice el hilo para salir del laberinto, victorioso y libre al fin.

Pero el huésped bicorne nunca emerge, se entrega –como el Asterión de Borges- sumiso a la espada de Teseo: “¿No comprendes que te estoy pidiendo que me mates, que te estoy pidiendo la vida?” También aquí, Teseo es redentor. El Minotauro se niega a defenderse porque, ante la perspectiva de matar a Teseo y salir, se elevan dos preguntas mortales “¿Para qué?” “¿Para quién?”

La combinación mágica de palabras que realiza Cortázar se estrellan contra el tórax del lector:

“Envuelto en el silencio vacuno que ha presidido su amargo crecimiento, paseará con los brazos cruzados sobre el pecho, mugiendo despacio.”

“Habrá tanto sol en los patios del palacio. Aquí el sol parece plegarse a la forma de mi encierro, volverse sinuoso y furtivo. ¡Y el agua! Extraño tanto al agua, era la única que aceptaba el beso de mi belfo. Se llevaba mis sueños como una mano tibia. Mira qué seco es esto, qué blanco y duro, qué cantar de estatua.”

Sol de espuma negra, cabeza de purpúreos relámpagos… con el lenguaje Cortázar le devuelve al Minotauro su dignidad arrebatada.

En una versión más contemporánea y muy alejada de las soberbias narraciones de Cortázar y Borges, encontré, no obstante, algunas respuestas. Se trata de la novela (un tanto malograda) de Steven Sherill “El Minotauro sale a fumar un cigarrillo”. El tabaco y el mito unidos en un mismo título me empujaron a leerla. En esta ficción, el Minotauro no muere a manos de Teseo, llega al siglo XX tras cinco mil años de errancia y vive en una casa rodante.

“Con el paso del tiempo el Minotauro ha aprendido a leer (…) Pero el Minotauro nunca ha logrado avanzar más allá de las nociones rudimentarias. La mayoría de los libros le parecen ridículamente pequeños, y el acto físico de hallar una perspectiva visual adecuada para la lectura sobre su enorme hocico le resulta frustrante.”

Todos esos humanizantes relatos sobre el ser de dos mitades nos hacen olvidar su cabeza de toro, su sempiterna cabeza de toro. Para poder leer, el Minotauro tiene que ladear su pesada testa bovina, inclinarla hasta que uno de los dos ojos se pegue casi al papel, maniobrando con su doble cornamenta.

El hijo de Parsifae tiene una limitada visión dicromática, y debe bajar la cabeza para percibir la profundidad del campo visual. Debido a sus pupilas horizontales puede percibir mejor las líneas verticales que las horizontales. Mientras pastorea, es capaz de visualizar permanentemente el horizonte, pero puede tener dificultades para enfocar rápidamente la vista en objetos cercanos, debido a que sus músculos oculares son débiles. Eso enseñan los tratados sobre la visión de los bovinos y su percepción del entorno.

Debemos agradecer, después de todo, tener una fóvea central en la retina, que nos ayuda a leer a Borges y a Cortázar. Y también debemos agradecer el final que ofrecen sus narraciones, pues algunos esperamos –por qué no decirlo- una redención medianamente tranquilizadora.


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5.5.07

El mundo laboral

Quisiera echar mano a mi edificante ejemplar “El derecho a la pereza” de Paul Laforgue. Este libro fue obsequio, paradójicamente, de uno de los hedonistas más tristemente alienados por el capital, mi amigo J.

Quisiera, digo, tener cerca el librito y gastar un par de horas arrullándome con él, convenciéndome de que estas ganas monstruosas de ocio absoluto son naturales, más aún, connaturales. Y que tenemos derecho (justo y legítimo, pues, exigirlo) a la pereza.

Pero el libro está en una de las tres estanterías –sería presuntuoso llamarlas “bibliotecas”- repartidas acá y allá del mar. (Por cierto, en el ejercicio de nuestro derecho a la cultura, los gobiernos deberían exigirle a las aerolíneas no considerar los libros como equipaje, sino como extensiones físicas del pasajero). Así que no puedo acceder al dulce consuelo que da Laforgue.

Laforgue, por lo demás, era yerno de Marx. Y mientras el segundo intentaba desentrañar las misteriosas y viciadas relaciones entre el capital, el trabajo y el hombre, el yerno redactaba una refutación al “derecho al trabajo” que apostaba por una cultura del ocio, un humanismo encaminado a la revaloración de las máquinas como las verdaderas salvadoras del trabajo sórdido y monótono, diosas metálicas que le dan al hombre tiempo para el ocio y libertad.

En fin, lo que me mantiene alejada de este mundo virtual es ese otro mundo más allá del horizonte, el mundo de los ingresos y los gastos, de las facturas y los pagos. No puedo atenerme al café y al cigarrillo, necesito más monedas para la leche, el internet, la luz, el gas… Estos meses han sido una peregrinación desgastante hacia el santuario de un sueldo fijo. Tenía toda la intención de enrolarme en las filas de esa sociedad útil, trabajadora, abejada en la feliz tarea de contribuir a la vida del panal.

Pero la sola búsqueda de trabajo también aliena. Toda la tinta de la impresora para currículos, toda la gasolina para repartirlos. La vista amaestrada para detectar ofertas en el periódico (al día de hoy no he dado con ninguna que solicite a un diletante de la filosofía). Entrevistas dantescas (sobre la puerta de las empresas e instituciones podía leer sin que estuviera inscrito “Abandonen toda esperanza, quienes entren aquí”), jornadas intensas por 3 mil pesos (200 euros), horario flexible cuando en realidad es “disponibilidad de horario”, 90% bilingüe pero el mismo sueldo de un telefonista mudo, pagar por ingresar a una bolsa de trabajo, hacer antesala. Realicé presupuestos exhaustivos, asistí a citas en la conchinchina. Nada.

Entretanto, todos los meses, con la inexorabilidad de la luna llena, debo informar a Hacienda, ese laberinto micénico de formas y claves, sobre mis nulos o exiguos ingresos. Es algo así como una combinación modesta de Kafka con Zolá.

Me pregunto si no debería existir un sindicato para los asindicalizados, para todos aquellos que nunca hemos firmado un contrato, una tarjeta del seguro social, una hipoteca, para los que no estamos en el buró de crédito porque nunca hemos calificado para un préstamo. Para los que no entramos en esos tranquilizadores sustantivos de “empleado”, “funcionario”…

Finalmente, tras cansada travesía, amarré la nave en un puerto discreto: buscar equivalencias en el desvencijado baúl de las palabras (dócil labor de traductor traidor) y convencer a un grupo de muchachos, a eso de las 10 de la noche, de que vale la pena mantenerse despiertos para escuchar a Ortega y Gasset. Hoy, por ejemplo, les endulcé la lectura de Sartre con un poco de chocolate. Quizá, cuando estos estrenados universitarios piensen en aquello de “Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre” no se les quemen las entrañas.