"Redentor", ese sustantivo tan cristiano elegido por Borges finalmente contradice lo que Asterión afirma: "no soy un prisionero", pero sólo se redime al prisionero, sólo se rescata al cautivo, sólo se libera al encerrado. Redimir es también poner término al dolor, luego Asterión sufría.
Borges nos obsequia un Asterión orgulloso de su naturaleza, portador de una dignidad profundísima que le impide quejarse; por el contrario, en los breves párrafos su voz se dirige una y otra vez a sí mismo con palabras que engrandecen: "soy único". "no en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo", "quizá yo he creado las estrellas y el sol...", pero en las líneas finales la bestia se permite una concesión, admite que la soledad le duele. Asterión, hijo de reina, único en verdad, hijo de toro, deseaba morir. Muy diferente al Minotauro de Ovidio que atemorizaba a los hombres, al Asterión de Borges le atemorizan los hombres, es el tránsito de victimario a víctima.
Los tres adjetivos de los que reniega al inicio de su monólogo: soberbia, misantropía y locura, denotan tres circunstancias que no eligió: ser único, estar excluído del mundo y vivir dentro de un laberinto. Asterión no eligió ser un cuerpo de hombre con cabeza de toro, la monstruosidad de su aspecto sólo es superada por la monstruosidad de su destierro.
Borges tuvo la sensibilidad de ahondar en un Asterión víctima voluntaria de su destino, distraído con juegos de niño, inventando conversaciones imaginarias con su otro yo. Y quizá lo más atroz: desterrado de los libros, sin el consuelo de la lectura, pues su propia naturaleza impaciente le impide aprender a leer. ¿Cabe situación más cruel? Expulsado del mundo, expulsado de su familia -traicionado por su hermana, maldecido por su padre- y de toda compañía humana, expulsado de una vida ordinaria, expulsado del amor y, además, expulsado de la literatura. Imaginar los juegos de Asterión, imaginarlo correr frenéticamente, caer, levantarse, saltar, arrojarse, esconderse, gastar el tiempo hasta la llegada de Teseo, conmueve sobremanera.
Hay otro autor que nos obsequia igualmente un Minotauro dolorido, más humano que todos los hombres sin cabeza de toro: Cortázar. En Los Reyes, el monstruo de Creta también es condenado a sufrir la falta de la palabra (no sólo la palabra escrita que añora el Asterión de Borges), sometido al destierro lingüístico debe fabricarse su propio lenguaje. Como el primer Adán, el Minotauro de Cortázar da nombre por primera vez a las cosas:
“Oh sus dolidos monólogos de palacio, que los guardias escuchaban asombrados sin comprender. Su profundo recitar de repetido oleaje, su gusto por las nomenclaturas celestes y el catálogo de las hierbas. Las comía, pensativo, y después las nombraba con secreta delicia, como si el sabor de los tallos le hubiera revelado el nombre... Alzaba la entera enumeración sagrada de los astros, y con el nacer de un nuevo día parecía olvidarse, como si también en su memoria fuera el alba adelgazando las estrellas. Y a la siguiente noche se complacía en instaurar una nueva nominación, ordenar el espacio sonoro en efímeras constelaciones...”
Esta exclusión del lenguaje de los otros es tan o más dolorosa que la soledad. Si al menos, a través de los muros, alguien pudiera comprender sus lamentos. Quien así habla, quien bien conoce al Minotauro y su poder nominal, es Ariadna. La innovación magistral de Cortázar nos entrega un hilo inexplorado: la hermana, que en las versiones tradicionales traiciona a la bestia, es en Los Reyes el alma más cercana al Minotauro. Ariadna ama al hermano, sus sueños se lo entregan como amante.
El famoso hilo que Ariadna entrega a Teseo, no es aquí símbolo de traición, sino de amor. La hermana espera que el toro asesine a Teseo y utilice el hilo para salir del laberinto, victorioso y libre al fin.
Pero el huésped bicorne nunca emerge, se entrega –como el Asterión de Borges- sumiso a la espada de Teseo: “¿No comprendes que te estoy pidiendo que me mates, que te estoy pidiendo la vida?” También aquí, Teseo es redentor. El Minotauro se niega a defenderse porque, ante la perspectiva de matar a Teseo y salir, se elevan dos preguntas mortales “¿Para qué?” “¿Para quién?”
La combinación mágica de palabras que realiza Cortázar se estrellan contra el tórax del lector:
“Envuelto en el silencio vacuno que ha presidido su amargo crecimiento, paseará con los brazos cruzados sobre el pecho, mugiendo despacio.”
“Habrá tanto sol en los patios del palacio. Aquí el sol parece plegarse a la forma de mi encierro, volverse sinuoso y furtivo. ¡Y el agua! Extraño tanto al agua, era la única que aceptaba el beso de mi belfo. Se llevaba mis sueños como una mano tibia. Mira qué seco es esto, qué blanco y duro, qué cantar de estatua.”
Sol de espuma negra, cabeza de purpúreos relámpagos… con el lenguaje Cortázar le devuelve al Minotauro su dignidad arrebatada.
En una versión más contemporánea y muy alejada de las soberbias narraciones de Cortázar y Borges, encontré, no obstante, algunas respuestas. Se trata de la novela (un tanto malograda) de Steven Sherill “El Minotauro sale a fumar un cigarrillo”. El tabaco y el mito unidos en un mismo título me empujaron a leerla. En esta ficción, el Minotauro no muere a manos de Teseo, llega al siglo XX tras cinco mil años de errancia y vive en una casa rodante.
“Con el paso del tiempo el Minotauro ha aprendido a leer (…) Pero el Minotauro nunca ha logrado avanzar más allá de las nociones rudimentarias. La mayoría de los libros le parecen ridículamente pequeños, y el acto físico de hallar una perspectiva visual adecuada para la lectura sobre su enorme hocico le resulta frustrante.”
Todos esos humanizantes relatos sobre el ser de dos mitades nos hacen olvidar su cabeza de toro, su sempiterna cabeza de toro. Para poder leer, el Minotauro tiene que ladear su pesada testa bovina, inclinarla hasta que uno de los dos ojos se pegue casi al papel, maniobrando con su doble cornamenta.
El hijo de Parsifae tiene una limitada visión dicromática, y debe bajar la cabeza para percibir la profundidad del campo visual. Debido a sus pupilas horizontales puede percibir mejor las líneas verticales que las horizontales. Mientras pastorea, es capaz de visualizar permanentemente el horizonte, pero puede tener dificultades para enfocar rápidamente la vista en objetos cercanos, debido a que sus músculos oculares son débiles. Eso enseñan los tratados sobre la visión de los bovinos y su percepción del entorno.
Debemos agradecer, después de todo, tener una fóvea central en la retina, que nos ayuda a leer a Borges y a Cortázar. Y también debemos agradecer el final que ofrecen sus narraciones, pues algunos esperamos –por qué no decirlo- una redención medianamente tranquilizadora.